El aula global y el maestro moderador

Es el primer día de Leandro como profesor. Una nube verde, roja y amarilla sale de las bengalas de humo y cubre el portón doble hoja de entrada de la escuela. Desde la vereda de enfrente, Leandro duda entre cruzar o esperar a que el humo se esfume para no sacudir al enano asmático que lleva en los pulmones. Adentro de la nube, los adolescentes mueven sus cuerpos como si fuese el primer ensayo de una murga, saltan, se abrazan y cantan. Uno de ellos toca un bombo con el escudo del club Lanús en el parche. Leandro, sin calcular, empieza a tararear la melodía de los redoblantes. Lo hace una, dos, tres veces, y le suma la letra que él mismo cantó afónico durante el mundial de Brasil 2014. Pero la canción de los pibes es otra: está dedicada a la directora, Susana:

 

“Susana decime qué se siente

que sexto está a punto de egresar.

Te juro que aunque pasen los años

nunca nos vamos a olvidar”.

 

—Susana es la directora de la escuela -dice Leandro meses más tarde, mientras mira los precios inflados de la carta de un bar pegado a la estación de Burzaco-. Es buena mina. Cuando me acomodó los horarios me dijo que si dejaba las horas tal como le había pedido, mi primer día de clases como profesor en secundaria iba a coincidir con el último primer día de clases de mi grupo de alumnos.

 

A Leandro no le importó, venía de estudiar cuatro años el profesorado y de aprobar ese verano el ingreso a la licenciatura. Lo único que quería, de una vez por todas, era entrar al aula a dar clases.

***

¿Con qué certezas y representaciones Leandro abrió la puerta del aula? ¿Qué tipo de alumnos lo esperaban? ¿Cuánto pudo realizar en la clase de lo que había planificado en su casa?

 

Si cerramos los ojos e imaginamos una clase, la primera figura que nos aparece es un cuadrilátero similar a una habitación de techos altos, con filas de sillas ocupadas por jóvenes sentados y, en el centro de la escena, un adulto de pie con un pizarrón verde o blanco a sus espaldas. Este modelo de Aula Cliché imaginado, organiza la distribución de los cuerpos en la escuela en base al tándem adulto conductor-alumnos conducidos. La repetición de esta imagen condiciona los intercambios escolares a pesar de ser anacrónica.

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Este reparto no es la que hubiese encontrado Susana, la directora, de haber entrado al aula en donde Leandro estaba con los alumnos ni por las otras ni, vale la generalización, por el resto de las escuelas de nuestro país. Que los alumnos permanezcan sentados, que se concentren en una explicación, que hagan silencio y miren el pizarrón, es una lucha cada vez más desigual. Sin embargo, el estereotipo se mantiene activo en docentes, familias, e incluso alumnos. Es un fantasma que sobrevuela las aulas y se hace presente de un modo indirecto: como lo que debería ser, como la referencia ideal, como un único modo de habitar el aula.

El concepto Aula Cliché es parte de su experiencia cotidiana y de su malestar recurrente por la imposibilidad histórica de llevarlo a cabo. Como tantos otros espacios disciplinarios, nació, creció y se perfeccionó en su eficiencia durante la modernidad. Su objetivo es la creación de vínculos basados en la obediencia.

 

El docente convive con la tensión de permanecer -física y emocionalmente- con un ideal vencido. Su malestar se traduce en queja catártica hacia aquello que percibe como ausente: “Las familias no se comprometen, el Estado tampoco, y los chicos llegan mal de la escuela primaria” suelen decir.  A veces eso se refleja en el ausentismo en el aula, o en el mejor de los casos se diluye en un voluntarismo difícil de mantener en el tiempo. Tres huidas rengas, individuales, de un aula cliché que se derrumba mientras los docentes siguen dando clases.

 

Entonces, ¿qué hacer en las escuelas cuando las coordenadas de la disciplina ya no son posibles? ¿Cómo sostener el orden de localización espacial, como sistema de dominación, si los límites del aula se vuelven difusos por el ingreso de las nuevas tecnologías?

Estas preguntas no responden a la construcción aislada de un ideal pedagógico, sino a las condiciones históricas actuales que nos hablan de prácticas diferentes, de subjetividades distintas, y de un espacio donde los muros de la escuela dejaron de ser lo que eran.

***

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María, preceptora de una escuela del noroeste de CABA, nota que los chicos de 2°1 no salen al recreo y va a ver qué pasa. En el aula, en ronda, se agrupan como rugbiers en cerrado scrum.

 

—¿Por qué no salen?—  pregunta desde la puerta. Silencio. Las cabezas continúan quietas, con la mirada hacia abajo, atentas al centro del círculo—Vamos, chicos, salgan, tengo que cerrar el aula.

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