Hasta el 9 de octubre de 2006, Pep Guardiola era un experto en entender. Mediocentro notable del Barcelona, había decodificado como pocos qué hacer con cada pelota arriba de los pastos sembrados para el fútbol y cualquiera, tal vez salvo él, intuía que en cuanto se le ocurriera sería un entrenador extraordinario, por ahí el mejor. Pero ese día, en un recoveco de una Buenos Aires a la que auscultaba, alucinado por las infinitas sombras que desfilaban sobre la calle Honduras, su don para la comprensión se deshilachaba como un pulóver viejo. Un pibe de 23 años, oriundo de un pueblo santafesino jamás mencionado en una escuela catalana, le estaba entregando una clase de fútbol. Sabía un montón. Y, en particular, sabía un montón sobre Guardiola. Casi más que Guardiola. Matías Manna, rubísimo, flaquísimo, futbolísimo, lucidísimo, ignoradísimo, desmenuzaba jugadas y jugadores con una certeza oral idéntica a la que volcaba en los párrafos que anotaba en un blog suyo y genial llamado “Paradigma Guardiola”. En alguna medida no menor, ese muchacho advertía antes que el propio Pep que en tiempos próximos Guardiola pondría patas para abajo y patas para arriba al universo que grita gol. Con los ecos todavía frescos del Mundial de Alemania, lo que ni uno ni otro entreveían era que, a partir de allí, Manna trabajaría como analista para diversos cuerpos técnicos en los cuatro mundiales siguientes. Y que, en el de 2022, con una emoción igual a ninguna, como parte de la Selección Argentina, saldría campeón del mundo.
Entre San Vicente, el pueblo de Santa Fe que no figura en los manuales colegiales del director técnico del Manchester City, y Barcelona abundan 10.415 kilómetros, un tramo considerable que no obstaculiza que muchísimos de sus habitantes se hayan especializado en el lazo Manna-Guardiola. Sobre eso, ansiosos y entre mil temas, conversaban en las esperas y en las agonías de cada partido en Qatar. Y también sobre eso más que murmuraban cuando el 23 de diciembre, cinco días después de que Gonzalo Montiel acertara un penal con destino de eternidad, se congregaron en la plaza Hipólito Yrigoyen para darle la bienvenida al ciudadano más campeón del lugar.
—Se lo dedico a los docentes de la escuela, a los profes, a los clubes, a la gente de este pueblo, a los chicos entre los que puede haber un futuro campeón del mundo. Si lo hubo en Calchín, el pueblo de Julián Álvarez, que es bastante más pequeño que el nuestro… —dijo Matías, 39 junios, más encariñado con la palabra íntima que con la palabra pública, más cómodo recibiendo en la casa de su papá y de su mamá a cuanto niño toque el timbre para charlar sobre corners y sobre mundiales que en la cumbre de un púlpito.
Quizás semejante fiesta popular no constituía el premio a tanto trajín silencioso, a tantos años frente a las pantallas y dedicados a capturar las huellas evidentes y ocultas de las canchas, a tanta contribución sin estruendos para planear lo que tengan de planeables los partidos (si se lo escucha con detalle, emerge que Manna escoge el vocablo “mapa”, que le resuena más abierto y más creativo que “plan”), a tanta meticulosidad para acumular granitos de arena y vencer en la final a Francia.
Quizás los reconocimientos se vincularan con una escena que llevó a ese pueblo desde la indiferencia de la Tierra hasta encima de las nubes. En el desahogo de la semifinal frente a Croacia, con el 3 a 0 grabado en cada mueca, el técnico Lionel Scaloni se arrimó a Matías, lo abrazó fuerte fuerte y juntos caminaron hasta un costado del campo para saludar a parte de la hinchada. Las cámaras planetarias enfocaron esa conmoción: con diez dedos, envuelto por ese abrazo, Matías amarraba la bandera de San Vicente.
Aunque de San Vicente a Pujato transcurren sólo 195,6 kilómetros, Manna y Scaloni no se tornaron en socios de ilusiones sobre la ruta fértil que une a los sitios natales de ambos en esa Santa Fe que germina fútbol. Peculiaridad del Arca de Noé sobre la que navega la modernidad futbolera: la relación comenzó en Sevilla. Breve secuencia: Matías se desempeñaba en el Sevilla Fútbol Club, fluído armazón de Jorge Sampaoli, con quien compartía labores desde los años en los que el técnico nacido en Casilda -otra vez y sin azares, Santa Fe- lideraba a la selección de Chile que, entre otros logros, triunfó en la Copa América 2015. Scaloni había concurrido como observador, pero a Manna lo cautivó la facilidad con la que ese tipo, hasta hacía poco futbolista, levantaba el clima de las prácticas y se ligaba fenómeno con los planteles. A partir de allí, entretejieron una conexión recíproca que se fortaleció cuando, invitados por Sampaoli, los dos formaron parte de la conducción de la selección celeste y blanca en el ciclo que duró hasta el fin de Rusia 2018. Testigos sentencian que entre el rubio de San Vicente y el morocho de Pujato los intercambios solían y suelen ser cortos porque se entienden muy rápido. Elocuencia de ese lazo: si en las televisiones que traían las vibraciones qataríes en el Mundial, se notaba a Pablito Aimar oyendo por radio las consideraciones que, desde lo alto del estadio, emitía Manna, en el Mundial anterior el receptor de los mensajes era Scaloni.
—Si me confirman, te llamo —le aseguró el dueño de ese oído cuando, entre pasmos, su sendero para consolidarse como DT de la Selección se volvió tangible.
Lo confirmaron y Matías, que se había ido a acompañar la aventura de Juan Antonio Pizzi al frente del equipo nacional de Arabia Saudita y que en esa aventura vio de cerquita a algunos de los jóvenes que harían sufrir a la Argentina en el primer partido en Qatar, resolvió rehacer las valijas y mudarse laboralmente, una vez más, a la latitud de la que la AFA dispone en Ezeiza. No implicaba una determinación automática: Manna es director técnico y en aquel periplo saudí fungía como el segundo de Pizzi. Iba hacia adelante y no en reversa en esa ruta. Sin embargo, en las señales de humo mediante las que lo convocaban desde Buenos Aires, flotaba la perspectiva de ejercer su tarea sepultando el papel del clásico videoanalista que empalidece en un cuartito mientras disecciona filmaciones para, contracara evidente, darle luz a alguien que, sin suprimir ese rol, se calza botines, pisa el terreno e integra el cuerpo técnico de forma sistemática, sumando su visión a otras visiones para pensar al equipo propio, a los rivales y a los entrenamientos. Eso -ser parte, ser parte intensa- se lo enseñaron un poco los latidos del juego y otro poco la fascinación que le produjeron los razonamientos del sociólogo francés Edgar Morin alrededor del pensamiento complejo, el pensamiento sistémico y la retroalimentación: de aislamiento, nada. Así sucedió y esa fue su existencia hasta el último instante de fútbol que se palpitó en Qatar. Y también después: amigos de Matías aseveran que algunas de sus sonrisas mayores y flamantes se dibujaron cuando Lionel Messi, en varias entrevistas, admitió que el cuerpo técnico había pergeñado “algo distinto” para cada partido.
Quienes ofrendaron sus orejas a la garganta prudente de Manna en las jornadas en las que no había un millón de cronistas circundando a la Selección aseguran que su manual de fútbol carece de rigideces y que, en tren de resaltar, se apoya en tres máximas que rompen los esquemas:
“El analista no existe: es un entrenador más”.
“El nombre ‘analista de video’ o ‘videoanalista’ está mal utilizado”.
“En algunos partidos, el informe del rival solamente es mencionar el apellido de un jugador de tu equipo que será determinante”.
Todas las conclusiones de todos los seres poseen un pasado. Estas también. Detrás de cada imagen que Manna miró con y para Scaloni, detrás de cada imagen que atrapó para cimentar las iniciativas de fútbol de colegas de Scaloni, hay una imagen a la que no le cabe la posibilidad de esfumarse, la imagen madre que parió a cada Matías que fue llegando. Es la imagen primera del deslumbramiento por el fútbol: el Matías de los siete años que suspendía las rutinas pueblerinas, la tele encendida en el dial de América TV, el programa superior a todos los programas, el cachito de fútbol europeo que se filtraba cuando el aluvión de transmisiones internacionales no figuraba en los cálculos de las transnacionales del entretenimiento, y ahí, adelante de las pupilas, obra magna, el Dream Team que dirigía el holandés Johan Cruyff reinventando la belleza y la eficacia del juego bajo el poncho del Barcelona, con cracks por todos lados y con Guardiola orquestando los ritmos en el corazón del césped.
Si medir los puerta a puerta entre San Vicente y el mundo conforma una práctica sencilla para los geógrafos, más engorroso resultaría mensurar los inagotables itinerarios de la vida de Matías. Diez mil viajes, por ejemplo, a Rosario, la ciudad grande cuya universidad pública -Manna elogia a la universidad pública en cada soplido, jugando de visitante o de local- lo albergó en las horas de estudiante que desembocaron en su posgrado en Comunicación Digital Interactiva o en su condición de docente de esa universidad y de otros establecimientos educativos.
Pero el parteaguas que lo transformó en un andador de rutas más largas fue su reunión con otro reivindicador de los derechos públicos: Marcelo Bielsa. Dos semanas después de aquel encuentro con Pep, una combinación de casualidades ubicó al fundador de “Paradigma Guardiola” de rostro al hombre que manejó a la Selección Argentina entre 1998 y 2004. Previsiblemente, Matías dominaba cien rasgos de la concepción y de la biografía de Bielsa. Menos previsiblemente, Bielsa también respiraba enterado de los rumbos de su interlocutor. Allí no surge la casualidad sino la causalidad: pocos días antes de toparse con Manna, el entrenador había recibido a Guardiola, que acababa de leer “Lo suficientemente loco”, un libro del periodista Ariel Senosiain sobre, claro, Bielsa. “Me lo regaló Matías Manna”, deslizó Pep. El puente estaba edificado.
Manna desembarcó temprano en el planisferio de los blogs y, además, ingresó veloz en la esfera de internet como soporte para la circulación informativa (aunque unas cuantas observaciones suyas en los almanaques posteriores revelarían su perspicacia para registrar la dimensión desinformante de la misma red). Cuando, desde un rincón viral insondable para Bielsa, rescató un gol de tiro libre del defensor Waldo Ponce, la seducción quedó completa y el joven de San Vicente migró hacia la otra ladera de los Andes para integrarse al equipo de trabajo que promovió un salto de calidad en la selección de Chile que se transparentó en la participación plausible en el Mundial de Sudáfrica de 2010. Chile, en esa instancia, le evidenció dos sendas: una, que su pasión por el fútbol podía ser un trabajo que también lo apasionara; dos, la certificación de su encanto por las teorías del biólogo, filósofo y escritor chileno Humberto Maturana (“la autopoiesis” -crearse a sí mismo en lo individual y en lo social-, vivir y construir en red), que ya lo habían alumbrado en la universidad y a partir de las que concluyó en que “todo equipo es tal si es autopoiético”.
Hace unos meses, dejó perplejo a un grupo de alumnos de la escuela de periodismo Deportea cuando les confidenció que evaluaba que el método de acción del cuerpo técnico de la Selección, una elaboración constante en red, remitía a las ideas de ese intelectual chileno. Con Maturana, una persona y casi un mito en simultáneo, cursó estudios y departió con avidez, a pesar de que se trataba de un científico que jamás había saboreado ni una miga del pan sabroso que es el fútbol. Era lo de menos. O era lo de menos porque Matías redujo ese agujero. Lo invitó a disertar en Rosario y, como tributo, le obsequió la primera casaca de fútbol de su historia: la 10 de Chile con la palabra “Autopoiesis” en la espalda.
Para esa época, su equipaje de mochilero del fútbol ya portaba excursiones a Europa en las que cabían rastreos varios y, nudo indestructible, encuentros con los guardiolistas, con Guardiola y con Juan Manuel Lillo, un destacado entrenador español que le prestaba atención, parloteando por Skype, desde las tardes viejas durante las que Matías era campeón de formular preguntas y ni pronunciaba el sustantivo propio Qatar. Metido en los vaivenes académicos, se reinsertó durante 2011 en la autopista de la alta competición al lado de Facundo Sava, quien evoca aquel episodio: “Yo era lector de su página y me interesaba su visión del fútbol. Lo llamé para ver si quería que nos reuniéramos. Se tomó un ómnibus desde Rosario, se bajó, nos juntamos y, no bien terminamos, se tomó el ómnibus de vuelta. Al poco tiempo, dirigí a San Martín de San Juan y ahí empezamos. A la distancia, hacía los informes de los equipos rivales. Después, cuando fuimos a Unión, en Santa Fe, ya viajaba tres veces por semana a los entrenamientos y los domingos venía a los partidos. Y, desde allí, siguió su carrera”.
Precisamente, eso que siguió fue un raid por arriba del cielo de los sueños. Regresó a Chile para sumarse al proyecto liderado por Sampaoli en esa selección y con conquistas inoxidables (muy buen Mundial en Brasil 2014, coronación en la Copa América chilena de 2015). También con Sampaoli fue que desplegó su ciclo inicial en la Selección Argentina (Eliminatorias, Mundial de Rusia de 2018). En el medio, insistió en explorar y en develar fútbol, con una óptica que, de acuerdo con quienes lo frecuentan, engordó de tanto ver partidos en los estadios o en las pantallas pero sin extraviar la sensibilidad con la que, pleno orgullo, actuó como número 5 y capitán de las formaciones de la Escuela de Fútbol Sarmiento, absorbida luego por el club Bochazo, por supuesto que en San Vicente, porque, no jodamos, en qué otro punto del mapamundi iba a ser.
En rigor, el dato brota incompleto: número 5, capitán y, además, lector tenaz. Un episodio retrata como pocos a ese Matías y a todos los porvenires que protagonizaría. Hubo un lunes en el que abrió la sección Deportes de un diario porteño y se enteró de que se había muerto Manuel Vázquez Montalbán, catalán, escritor, periodista, militante y fana del Barcelona en el que Guardiola sobresalía gobernando desde el círculo central. El artículo se concentraba en la lucidez de ese autor para reflexionar sobre el fútbol desde la izquierda, desmarcándose de unas cuantas tradiciones prejuiciosas sobre el tema. Manna se comportó a lo Manna, con una curiosidad volcánica, y quiso más, tanto más que, veloz, le envió un correo electrónico al periodista que firmaba la nota para pedirle que le mandara todo pero todo lo que Vázquez Montalbán había enhebrado sobre fútbol. Para ese entonces, lo estremecían unos cuantos narradores argentinos. Osvaldo Bayer, por caso. Y otros dos que acabaron como regalos para Guardiola en aquella cumbre de la calle Honduras, apilados junto con el libro sobre Bielsa. Uno, Arturo Jauretche, con “Manual de zonceras argentinas”; el otro, Rodolfo Walsh y su “Operación Masacre” (“Imagino que él inventó la palabra coraje y, si no lo hizo, al menos la llevó a los altares, la dignificó”, resumió Pep después de ahondar en esas páginas). Walsh es una víctima emblemática del genocidio que asoló a la Argentina desde la mitad de los setenta. De las postales acumuladas en sus días de Selección, una atesorable para Manna es aquella en la que el cuerpo técnico exhibe una bandera con esta inscripción: “24 de marzo. Más Memoria. Más Verdad. Más Justicia”.
Nunca soltó la lectura. Al punto que, justamente, la vocación por una lectura lo empujó hacia el desafío que más lo tienta en el presente. A las 7 de la mañana en Bilbao, la ciudadanía marcha hacia los empleos. Matías, no. Matías, acompañado por Pablo Aimar, en la antesala de la Finalísima del 3-0 a Italia el 1 de junio de 2022, pateaba las veredas para detectar un ejemplar de la revista Panenka. Empecinado, lo halló. Más que los contenidos de ese número, lo que le destartaló la cabeza fue una referencia a una edición anterior en la que habían incluido dos semillas para que quien leyera las plantara con una disposición que, al crecer, modelara un arco de fútbol.
El nexo de Manna con Aimar cobija un ritual: en los entrenamientos, antes de que arriben los jugadores, le hace ensayar un tiro libre que rememore a otro de Pablito que fue gol frente al Flamengo. Cuando Matías era chiquito, imitaba ese tiro libre pero no con un estadio gigante como envoltorio sino apuntando al arco compuesto por dos árboles enfrente de su casa. Por eso ahora, tal cual anunció en la ceremonia de bienvenida que le dio su pueblo, estimulado por lo que encontró en la revista, donará muchos arbolitos para esparcir en San Vicente. Algunos, seguro, formarán arcos.
A Aimar le parecen hermosas pero no desconcertantes esas voluntades de Matías.
—¿Por qué, Pablo?
—Él es una gran persona. Aporta muchísimo desde lo humano, desde la sencillez, desde ver el fútbol con total pasión, que es como creemos todos los que estamos en la Selección que es la forma de encarar cualquier cosa que uno haga en la vida. Un apasionado del fútbol. Tiene ideas fantásticas sobre el entrenamiento para chicos, sobre lo que es el potrero, sobre jugar en la calle. Y suma mucho para el buen ambiente: el buen ambiente es todo en la actividad que sea. A Mati lo quiero mucho. Me parece alguien muy válido.
Una más: en los posteos que Manna vuelca en Instagram, Aimar acostumbra a comentar breve: “Qué pibe bueno”.
El 18 de diciembre de 2022, el más mundial de los días argentinos, Gisela Manna, hermana en serio, subió a una red social la foto de un rubiecito mínimo, sentado en una silla, con un ejemplar de la revista El Gráfico apretado como una biblia. “Esta foto te describe más allá de las palabras que diga. Te veo leyendo, mirando, escribiendo, analizando fútbol desde que eras niño. No es el destino o la suerte, es todo tuyo. Te amo, hermano, el orgullo que tengo no es por el resultado, es por el camino que hiciste”, desgranó. El amor, en mil ocasiones, es una herramienta para percibir exacto. Nada profundo se alteró desde aquella foto. Como si en lugar de “Muchachos, ahora nos volvimo a ilusionar” en el estadio Lusail sonara La Renga con “El final es en donde partí”, apenas expiró la ceremonia de premiación, Manna se fugó de las cámaras de las megacadenas y -camiseta de Selección sobre los huesos y medalla danzando desde el cuello- encendió una videollamada privada que lo enlazó con Erica, su pareja, y con Gisela, esa hermana capaz de tuitear con las vísceras. Acaso les sopló que las quería. O no. O no sólo eso. O les rogó que le buscaran la antigua camiseta número 5 y la cinta de capitán. Vaya a saber: en una de esas, lo llama de nuevo a Guardiola y lo convence de que cruce los mares, descubra San Vicente y dirija al club Bochazo. Que nadie subestime el proyecto. Con Matías entusiasmado, siempre un desenlace posible es ser campeón del mundo.