¿Cómo enseñar a leer y a escribir?

“En Argentina, los niños y niñas no aprenden a leer ni a escribir”. Todos los años, la prensa se hace eco de la “crisis de la comprensión lectora” que afectaría al sistema educativo argentino: el método de enseñanza que se usa en nuestro país no funciona -dicen-, por eso los chicos y las chicas terminan la escolarizaciòn obligatoria sin haber aprendido. Investigaciones, expertos, resultados de pruebas escolares, percepciones colectivas y ejemplos concretos fundamentan un diagnóstico que parece afectar a buena parte de la población.

Desde sus orígenes, las instituciones escolares se ocuparon de enseñar a leer y a escribir. Y los sistemas educativos desarrollaron debates sobre cómo llevar adelante la tarea. Sin embargo, ¿cómo enseñar? o, “la querella de los métodos” como lo llamó Berta Braslavsky, referente internacional sobre el tema en 1962, no es un tema aséptico vinculado a “evoluciones educativas” como se lo busca presentar muchas veces. Al contrario, es un campo de disputa político y académico.

Mamá, tela, nene, Evita

Generaciones de argentinos y argentinas, sentados en bancos alineados, aprendieron a leer y escribir a partir de repetir en simultáneo: “Mi mamá me mima, mi mamá me ama” en cursiva. No importaba mucho si mamá estaba viva o no, si estaba en casa, en el trabajo o en la cárcel, si amaba o si mimaba. La atención estaba puesta en esas cuatro letras y en las palabras que a partir de ella se podían formar.

El método de “palabra generadora”, o método sintético-analítico, fue adoptado en la mayoría de los países de habla castellana hacia comienzos del siglo XX. Era así: primero se presentaba la palabra completa, en lo posible con algún soporte icónico o material (imágenes, objetos nombrados, etc.); luego se separaba la palabra en sílabas, las sílabas en letras; se reconstruían las sílabas y las palabras; y se escribían palabras a partir de las nuevas combinaciones de los elementos. De forma bastante mecánica y repetitiva, con poca posibilidad de innovación y participación de alumnos y alumnas, este método fue usado por muchas camadas de docentes formadas en las Escuelas Normales de nuestro país.

Su innovación consistía en que la unidad de sentido ya no era la letra aislada -como lo había sido anteriormente por siglos, cuando se empezaba aprendiendo de memoria el alfabeto- sino la palabra, que luego se descomponía y recomponía en sílabas y letras. Se partía de palabras de lectura “sencilla”, y supuestamente cercanas al mundo infantil, como “mamá”, “nene”, “tela” o -no sin controversias, en la década de 1950- “Evita”.

La querella de los métodos no es un tema aséptico vinculado a “evoluciones educativas”, es un campo de disputa político y académico.

Este modo de enseñar es revisado a partir de la segunda mitad del siglo XX. La renovación cultural y pedagógica iniciada en los años sesenta y setenta puso en cuestión los sólidos modelos educativos previos. De la mano de la masificación escolar, se expandió el diagnóstico de una patología: la dislexia, que parecía afectar a muchos alumnos. En ese contexto, los llamados “métodos globales” o “basados en la comprensión” propusieron abordajes más holísticos y exploratorios, con apoyos en lo que luego se llamó “constructivismo”.

Muchos recordarán con cariño, por ejemplo, a “Mi amigo Gregorio”, “Trampolín”  o “Cosas de chicos”, sus libros de primer grado. Con ellos se esperaba una mayor participación de los niños y las niñas en la generación de hipótesis. Se daba centralidad al debate y al trabajo colectivo, y se buscaba atender a los temas que interesaban a los estudiantes.  En paralelo, en EEUU, Lucy Calkins -la experta que desde los años ‘80 lidera la producción curricular- propuso la importancia de dejar que los niños exploren textos y conecten imágenes al contexto no verbal. Los docentes, desde este enfoque, facilitan el acceso a los textos y a la lectoescritura, y utilizan diversas estrategias en función de las necesidades de cada estudiante.

Las políticas educativas también se viralizan

Avanzado el siglo XXI, el debate continúa. En distintos países, se discute cómo enseñar a leer y a escribir. Diversas voces denuncian en los medios de comunicación el  “fracaso” de las posiciones holísticas y constructivistas.

Por un lado, crece, de la mano de los los defensores de la llamada “ciencia de la lectura” [Science of Reading], por ejemplo, la crítica a un método que no funcionaría para todos los niños y las niñas -en especial, los diagnosticados o sospechados de ser disléxicos. Utilizando el lenguaje de la neurociencia, estos especialistas proponen una vuelta al “mi mamá me mima”, siempre en nombre de las necesidades de los más ignorados por el sistema o de una supuesta urgencia por adecuar la enseñanza a los tiempos que corren.

Por el otro, en un mundo globalizado, la “querella de los métodos” presenta nuevas particularidades y se “viraliza”, en una suerte de transnacionalización tanto del debate como de las políticas que se proponen como solución. En distintos escenarios, con guiones muy parecidos, los argumentos se repiten y su difusión en la prensa masiva y digital genera rápida adhesión a ciertas posiciones sin otorgar voz a otras.

En una narrativa que se acerca al discurso de los “haters” digitales, la crítica identifica un enemigo culpable de la situación (Lucy Calkins, el método global, “balanced literacy”, Emilia Ferreiro, el constructivismo, los licenciados en ciencias de la educación, el lenguaje inclusivo, etc.), a quien acusa de difundir posiciones erradas e ideologizadas que generaron “el desastre”. A su vez, se cargan las tintas contra “la política” y “los políticos”, quienes –salvo honradas excepciones- y en una forma al menos irresponsable, no buscarían cambiar la situación sino que la perpetuarían sabiendo el daño que causan “a la gente común”.

En algunos casos, los críticos parten de cuestiones que son ciertamente problemáticas. El currículo diseñado en EEUU por Calkins -cuyo proyecto, el Teachers College Reading and Writing Project, llegó a ser usado por un cuarto de las más de 67.000 escuelas en ese país- ignoró los sesgos de clase y raza incluídos en sus materiales y se negó a evaluar sus resultados de manera sistemática. Con el paso de los años, lo que era una pedagogía abierta y de tinte experimental, se volvió un currículo normativo, fácilmente reproducible y vendible, con gran rédito económico para su creadora y la institución que la alberga. En el caso del constructivismo en Argentina, ciertas lecturas entendieron que la tarea del docente era “esperar” al estudiante más que estimular el aprendizaje. Algunos adecuan todo el tiempo la propuesta a las capacidades ya alcanzadas por los niños y las niñas sin ofrecerles nuevas propuestas desafiantes.

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