La imagen icónica del físico “einsteniano” se cristalizó en el tiempo y se volvió remera o estampita, fue capturada por Hollywood y, en consecuencia, el imaginario popular la tomó como cierta: un lobo solitario, sagaz y algo excéntrico, que para encontrar respuestas no apela a un método sino que simplemente, se rasca el pelo despeinado y, como manzanas de un árbol, las desprende de su ingenio. Según esa idea romántica, los descubrimientos no tienen tanto que ver con la excavación arqueológica de las paredes del saber sino con la espontánea revelación de una idea.
No hay nada en la imagen y en el relato de Alberto Etchegoyen (57), físico y PH D (doctorado en filosofía) en Oxford, que se adecue a esa figura. Su aspecto y su semblante lo acercan más a la figura de un obispo (un obispo de la ciencia, claro) que al de un científico rebelde. Prolijo, algo taciturno, de hablar mesurado y dueño de una sencillez que también se refleja en su despacho: apenas una mesa larga, un escritorio, algunos cuadros familiares, carpetas en ficheros y la réplica de un meteorito, Etchegoyen no guarda relación alguna con los Einstein de los libros escolares: es un austero orfebre del conocimiento, al que se llega, asegura, con “mucha transpiración” y con el esfuerzo paciente “de un trabajo colectivo”.
Su rama, la astrofísica, está a las puertas de grandes descubrimientos. Etchegoyen, entre otras tareas, es miembro principal del Observatorio Pierre Auger (Malargüe, Mendoza), una ciudad-laboratorio de 3 mil kilómetros cuadrados de superficie donde la astrofísica tiene su meca. Hacia allí se dirigen todos los anhelos de su arte. En medio de esa pampa seca, científicos argentinos y extranjeros, coordinados por él, tratan de desentrañar algunos de los grandes misterios del Universo: el origen de los rayos cósmicos de alta intensidad, explosiones de energía de una dimensión muchísimo mayor, por ejemplo, a la que produce un acelerador de partículas como la máquina de Dios. Según la definición del mismo Observatorio, los rayos cósmicos son partículas que llegan desde el espacio y bombardean constantemente la Tierra desde todas direcciones. La mayoría de estas partículas son protones o núcleos de átomos. Algunas de ellas son más energéticas que cualquier otra observada en la naturaleza. Viajan a una velocidad cercana a la de la luz y tienen cientos de millones de veces más energía que las partículas producidas en el acelerador más potente construido por el ser humano.
Imaginemos cualquier autopista de una mega urbe en una hora pico: también así se comporta, desde el fondo de los tiempos, el Universo. A nuestra galaxia llegan los estertores de todo ese tráfico de partículas, ese murmullo trepidante de gravitaciones, cometas y traslados. Algunos de esos fenómenos tienen una energía extraordinaria, imposible aún de dimensionar. Detectar y, en un futuro, replicar esa energía empujará al conocimiento a otra categoría, una ulterior, y con ello, en un futuro hipotético, si logramos usufructuar ese nuevo saber, nuestra vida cotidiana tal vez sea más barata o simplemente más sencilla. A eso se dedican Etchegoyen y su equipo. No sabe bien -todavía no importa- para qué se podrá aplicar ese descubrimiento en concreto. Quizás, por poner un ejemplo al azar y caprichoso, sirva para iluminar todo África. O para viajar en menos tiempo a la otra punta del globo. De todas formas, esa no es la tarea de la astrofísica. Su tarea es galopar hacia el futuro derribando las paredes del pasado.
Cuando se observan esos fenómenos, o cuando la ciencia informa del desarrollo de una técnica para poder detectarlos, el efecto, al margen de la admiración producto del avance, puede ser inquietante. Auscultar en las entrañas de la galaxia, con sus agujeros negros y su implacable misterio oscuro, es como adiestrar a un felino desconocido: no sabemos cuáles pueden ser sus reacciones, no conocemos hacia dónde va. Es un hecho extraordinario, pero es tan sólo un pliegue, una promesa de todo lo que puede ser. Tan inquietante es la tarea -por la perfección y la desmesura de eso que ocurre allá arriba- que hasta nos puede llevar a una idea que se ubica, a priori, en las antípodas de la ciencia: la idea de un creador. Lo sabemos: desde hace siglos, científicos y religiosos han competido por lo mismo, la búsqueda de un sentido, algo que nos explique nuestro origen. Porque es posible que haya habido un Big Bang, ahora bien, ¿qué hubo antes de eso? ¿Cuál fue el preludio del vacío y el silencio? Huelga decir que Etchegoyen es un científico practicante, no solo porque su tarea diaria -abnegada, metódica, paciente- así lo ratifica, sino porque también su fe está depositada en la ciencia. Sentado en su despacho, es categórico con eso: “¿Si los fenómenos que estudio me hacen preguntar quién hizo todo eso? No, yo no me lo pregunto… Pero bueno, eso es personal. Yo creo que no importa tanto lo que uno cree, sino por qué cree uno en algo. Si vos me decís que hay espíritus en esta oficina, y yo soy capaz de hacer un detector de espíritus, y descubro que los hay, entonces voy a creer que los hay. Mi creencia es derivada de un resultado experimental. Lo otro es derivado de la fe. Yo creo que es imposible probar la existencia de Dios, pero también creo que es imposible probar la no existencia de Dios. Bertrand Rusell decía eso. Desde el punto de vista filosófico él era agnóstico. El ejemplo que daba era que no se puede probar si existe una tetera de porcelana orbitando elípticamente alrededor del sol, pero en la vida cotidiana se manejaba como si no existiera. En la antigüedad, el médico brujo pensaba que si hacía la danza de la lluvia, acaecía el fenómeno de llover. Es algo determinista, y es más parecido a la ciencia”.
Etchegoyen tampoco restalla por su intensidad emocional o su visceralidad. En ese sentido, se aleja de cierto estereotipo del científico o del intelectual que vive obsesionado con su objeto de estudio, ese tipo de sujetos cuya curiosidad por los grandes temas que lo desvelan le hace perder de vista lo mundano. El mundo reducido, en su caso, a la galaxia, lo que no es poco, claro, pero que a él lo alejaría de problemas cotidianos como el llamado de su esposa por un problema con el perro de la casa o la presentación de un presupuesto que, como cabeza de un equipo de trabajo integrado por estudiantes de doctorado, tiene que hacer cumplir. Pero esa tranquilidad, ese temperamento en apariencia apacible y alejado de las veleidades o las tensiones de una disciplina en auge, no significa que no asuma su rol con convicción. Todo lo contrario. “Alberto”, cuenta Federico Sánchez, doctor en física y miembro del equipo de trabajo en el observatorio Auger, “vive con mucha pasión lo que hace y eso es contagioso. Es muy detallista, sumamente trabajador y dedicado”.